“La Alhambra va bien”, proclaman con gran satisfacción los máximos responsables del monumento. La cruda realidad es otra. El inconmensurable patrimonio atesorado en la ciudad palatina y su entorno se tambalean sobre un precipicio vertiginoso.

Dentro de los muy frágiles alcázares, no hay personal de vigilancia suficiente en cada sala y cada patio, como en cualquier monumento y museo que se precie. Todo el mundo puede tocar a sus anchas las finas yeserías. Arrimarse contra las columnas y los azulejos del siglo XIV.  Gritar, chillar, o pegar el palo de un selfy contra el cuello de otro visitante, unos atauriques o poemas grabados en las delicadas paredes. No existen medidas de prevención, de protección, ni un mínimo respeto.

Esto no parece importarles demasiado a los muy imprudentes y desorientados “gestores” del monumento, a pesar de los constantes y apremiantes avisos, desde hace lustros.

Mientras, han enmascarado el desorden imperante con una vacua retórica y una incongruente inflación de normas y regulaciones, todas contradictorias y cambiantes. Han ingeniado una externalización de los servicios públicos, unas contratas y subcontratas bajo investigación judicial. Han impuesto unos sistemas de control vejatorios y humillantes tanto para los visitantes, los profesionales del turismo cultural, como para los propios trabajadores y vigilantes del monumento.

Tras cientos de parches y despropósitos, acaban de implantar, a partir del 1 de mayo, las famosas “entradas nominativas” para los grupos organizados.  Ello ha sido presentado como “un salto de gigante” en un “ejercicio de transparencia”, en rimbombantes declaraciones a la prensa.

El flamante sistema informático alhambreño, anunciado con gran fanfarria esta añada, falla clamorosamente. Las entradas impresas en las taquillas no registran correctamente los nombres de los clientes proporcionados al cabo de un farragoso sistema y una desorbitada burocracia.

Los sacrificados empleados de las agencias de viajes tienen que rellenar una y dos veces, tecla tras tecla, cada uno de los nombres y apellidos, de cada uno de los componentes de cada grupo, en una hoja Excel, y luego de nuevo en el desastroso sistema informático de venta de la Alhambra, que falla una vez sí y otra no.

Debido a los fallos constantes, los abnegados empleados o guías tienen que volver a las colas de las taquillas, rezando para que puedan imprimirse por fin las entradas correctamente, tras interminables comprobaciones de códigos de reserva, de copias de hojas Excel o fichas en formato PDF, de cada uno de los nombres y apellidos de cada uno de los participantes de cada grupo, y sus inciertas transcripciones desde todos los idiomas, alfabetos y pictogramas del mundo -latino, cirílico, chino, árabe, etc.-

Hoy, cualquier visitante o grupo organizado puede verse el acceso vedado al monumento, después de un largo viaje e infinita ilusión. Muy posiblemente, se le imprimió su entrada en la taquilla de forma completamente errónea. Eventualmente, los meandros del sistema informático de la Alhambra o el inextricable proceso de reserva de entradas alteraron su nombre y apellido. Quizá su identidad pudo transfigurarse al vocearse en público su identidad, antes de iniciarse lo que es sencillamente la visita a un monumento.

Puede ocurrir también, que el visitante haya olvidado su pasaporte o su número de identificación de extranjero, el de su pareja o el de su bebé en su hotel.  O por mera precaución, haya preferido dejarlos al resguardo en su alojamiento, como acostumbra en cualquier otro lar del extenso mundo. Menos en Granada.

Lógicamente, el viajero no está acostumbrado a que le pidan su documentación en el umbral de un monumento, una pinacoteca, un teatro, un cine o la Scala de Milán. En medio de una visita o un concierto. No es ni consuetudinario ni elegante. Nada frecuente, digamos.

Porque los controles sobre los visitantes, convertidos en sospechosos por el sistema orwelliano de la Alhambra, no acaban allí. Se les pedirá de forma aleatoria y perentoria su documentación. En el umbral de un palacio o un frondoso jardín, ni que fuera la entrada de una frontera infranqueable, algún gueto, bantustán o territorio ocupado.

De momento no se sabe muy bien quién va a inspeccionar la documentación de nuestros huéspedes: ¿un custodio, un policía nacional, un guardia civil, un funcionario de la Junta, un vigilante de una empresa privada de seguridad o un sereno?

Cualquier fallo, fortuito o circunstancial, puede conducir a una inmediata e inapelable expulsión del huésped o el destierro de un grupo de un circuito perfectamente programado, por si algún nombre haya sido alterado o si algún participante no traiga su documentación.

Mientras, son incalculables las cancelaciones de familias, grupos, circuitos, congresos, convenciones, que desisten de poner un pie en Granada y Andalucía.

Para los turistas individuales, no se encuentran entradas para el entero mes de mayo, ni tampoco junio y ahora parte de julio. Para las agencias de viajes, no hay manera de prever una visita o garantizar un itinerario cultural a largo o corto plazo que pase por Granada.

Los daños infligidos por una administración estrafalaria y desnortada contra el patrimonio cultural, el empleo local, la imagen de Granada y Andalucía, son simplemente inaceptables.

El sistema y el concepto de aforo ingeniados por el Patronato de la Alhambra y el Generalife, basados en simplistas criterios cuantitativos y no cualitativos, han fallado estrepitosamente.

La Alhambra va bien, decían algunos. Mientras, la vieja soberana y su capital, Granada, están siendo ultrajadas.

Daniele Grammatico. Periodista, traductor y experto en programas de patrimonio cultural.